Dedicatoria:
A las golondrinas y las demás aves que hacen que la vida en las partes más grises de la ciudad esté siempre abierta al optimismo.
Lindando un inmenso estuario se alza la ciudad de Buenos Aires. A través de eones, dos caudalosos ríos que convergieron han formado un inmenso embudo al desembocar en el mar: el estuario llamado Río de la Plata. Desde la ciudad, aparece como un río anchísimo sin tierra firme en el horizonte, confundiéndose con un lago o un mar marrón. Desafiando a las advertencias ecológicas sobre la polución que genera la metrópolis, el estuario en sí se mantiene magnífico apoyado por la resiliencia de un volumen de agua insondable. Los vientos que lo surcan purifican el aire de la ciudad constantemente; en consecuencia, se ha dicho que el nombre Buenos Aires es apropiado.
Buenos Aires es la ciudad más poblada de Argentina. Fue fundada en el año 1536 por los expedicionarios españoles que la ubicaron casi al inicio del estuario, sobre una región de la llanura pampeana. Durante los siglos subsiguientes, la población fue creciendo gracias en particular a una nutrida inmigración desde otros continentes, principalmente Europa. La población de la entera área metropolitana ronda ahora, entre varias estimaciones, los trece millones de habitantes.
Entre los animales silvestres, las aves pueden seguir viviendo seguras en zonas urbanas, ya que sus hábitats arbóreos son generalmente inalcanzables para las personas que podrían molestarlas. En Buenos Aires hay muchos árboles y la ciudad está bendecida, entre las urbes del mundo, por un espectáculo ornitológico único. A través de las estaciones y en diversas zonas, se avistan palomas, gorriones, horneros, zorzales, calandrias, cotorras, tordos y muchas especies más. Para algunos ciudadanos, aprender a detectar y nombrar las aves torna la vida más amena. Las aves son una de las formas de vida más diversa del mundo y hay muchas especies que migran a través de rutas extensas. Con la llegada de la primavera, aparecen en la ciudad las golondrinas que inmigran desde América del Norte y regiones de Sudamérica.
Las migraciones largas son también llevadas a cabo por animales terrestres, insectos, y criaturas acuáticas. Una lista descriptiva de estas migraciones conformaría una antología tan fascinante como interminable. Se ha dicho que las migraciones son las venas y arterias de la Tierra, nombrando así a testimonios de la interdependencia ecológica planetaria.
Sobre la cuenca del Río de la Plata, innumerables golondrinas de varias especies (la gran familia Hirundinae) arriban alrededor del principio de septiembre. La especie de golondrina de más amplia distribución en el mundo es la golondrina común o tijerita (especie Hirundo rustica) y se la detecta en Buenos Aires. Sin embargo, la golondrina doméstica (Progne chalybea) es la que más abunda en zonas urbanas. Las golondrinas de Buenos Aires son relativamente pequeñas (15-20 cm de longitud, 30-35 cm de envergadura) con el dorso negro azulado y un típico vientre blanco. Son avecillas exquisitas que deambulan por horas en el aire; su aparente fragilidad es refutada por la seguridad que les brinda una incesante y chisporroteante agilidad. La estilizada silueta de una golondrina sobre el cielo es icónica, con las alas oscuras y puntiagudas formando un arco y la cola ahorquillada. Mientras planea con sus alas finas y rígidas, una golondrina evoca a un pequeño y más moderno avión cortando distancias a través del aire. Considerando las diversas especies y diferencias individuales, las golondrinas pueden vivir entre 2 y 15 años; en promedio, las golondrinas viven unos 3 o 4 años.
La expresión ocasional ciudadana de que la golondrina es el ave migradora por antonomasia es errónea, ya que el hábito de migrar es propio de muchas especies alrededor del globo; hay algunas aves que migran de polo a polo, una distancia bastante más larga que la que cubre la golondrina. Estas especies pueden volar a través de océanos y cordilleras, adaptando su metabolismo a circunstancias extremas. Pero la golondrina es la especie migradora más célebre en Buenos Aires y muchas partes del mundo porque estas aves son protagonistas en las zonas metropolitanas y sus migraciones evocan hazañas para los apoltronados ciudadanos modernos.
Mientras que la golondrina común migra desde América del Norte, la golondrina doméstica lo hace desde regiones más cercanas de América. Generalmente, las golondrinas que aparecen en Argentina se reproducen en verano en nidos de zonas norteñas, y pasan su correspondiente invernada en el cálido sur solo para alimentarse. Pero como hay varias especies (alrededor de 15 en Argentina, 70 en el mundo) los hábitos migratorios son matizados. El principal motivo de las migraciones es una urgente búsqueda de alimento, ya que las golondrinas —que no son caminadoras— necesitan comer abundantes insectos en vuelo. ¿Por qué las golondrinas no buscan su alimento permanentemente en cálidas regiones tropicales? Mientras que las respuestas espontáneas incluyen que las golondrinas deben sentir un afecto ancestral por los lugares donde viven y que no son bienvenidas cerca de los trópicos, los biólogos dirán que la evolución lo ha dictaminado así. Seguramente, a través de eones, las rutas migratorias extensas se fueron alargando desde los trechos cortos que muchas especies todavía realizan.
Por cientos de septiembres, y sin que millones de los ciudadanos de Buenos Aires se enteren, golondrinas pioneras han atisbado desde lo alto arquitectura, plazas y avenidas; han elegido entre los miles de árboles para instalarse. De ahí en más, las personas más perspicaces no dejan de maravillarse con las estilizadas aves de vientre blanco que planean y revolotean sobre la ciudad. Estas aves urbanas son una pequeña porción de la masa de golondrinas que invade toda la zona, incluyendo campos, bosques y el húmedo delta que inicia el estuario. Evidentemente, gracias a su formidable vitalidad, las golondrinas no pueden dejar de invadir la ciudad. Más allá de significar la presencia ineludible de la naturaleza en plena metrópolis, merecen ser proclamadas como un símbolo de la interdependencia ecológica americana.
¿No es el motor de la migración una constante energía vital dirigida natural y espontáneamente? La hazaña se apoya en la eximia eficiencia planeadora de las golondrinas y en una aerodinámica agilidad general. Las investigaciones sobre los mecanismos de cómo las aves dirigen su rumbo en las migraciones largas son extensas y controvertidas. Además de tener una visión muy aguda y dejarse guiar por la luna y las estrellas, se supone que las aves pueden detectar el campo magnético de la Tierra. Nadie está seguro del tiempo exacto que las golondrinas necesitan para completar un viaje entre hemisferios, aunque se dice que puede durar alrededor de un mes. También se supone que las golondrinas se engordan con antelación y comen poco o casi nada durante el viaje para concentrarse mejor en el volar.
Muchos deben recordar el estupor que sintieron al enterarse de que algunas golondrinas habrán surcado esos miles de kilómetros para llegar a Buenos Aires desde América del Norte. La migración alada nos deja perplejos en el sentido exacto de la palabra y ha quedado instalada en nuestra memoria como una maravilla con matices fabulosos. Evoca para algunos los poderes místicos de los seres de la naturaleza. Despierta en otros la fantasía impotente de volar naturalmente, escindida de nuestras capacidades corporales. Al lado de la golondrina, el ser humano queda como un torpe, pesado y lerdo caminador.
Sin embargo, propongo que deberíamos considerar e investigar a fondo la resistencia y potencia del ser humano. Postulo que la razón por la cual ponemos a la locomoción de la golondrina en un pedestal es el misterio y la fascinación que sentimos por el volar, o sea el aura que rodea a las aves. Este aura debe ser fascinante en la ciudad, donde es para muchos un antídoto diario contra la nostalgia que despiertan los recuerdos lejanos de la naturaleza prístina. También postulo que ese pedestal es subjetivo e irracional, ya que una investigación fehaciente revela que la capacidad de locomoción del ser humano es también formidable y genera un estupor similar.
Se ha dicho que el movimiento, la locomoción, son sinónimos de vida. El ser humano es un caminador por excelencia, ya que es lo que habitualmente hacemos todos los días. ¿No son nuestras ciudades un hervidero de caminadores? Se estima que un ciudadano promedio camina alrededor de 3 km cada día; seguramente, algunos bastante más. Parecería que son comunes las personas que caminan sin cesar hacia ninguna meta. Y es más patético considerar que muchas personas caminan así imaginando metas infructuosas. Somos también corredores natos, ya que todos poseemos la habilidad de correr dentro de un abanico de capacidades. Y están los que caminan largas distancias y los corredores de fondo, que incluyen a los maratonistas y ultramaratonistas. Aunque casi ajenos a la cotidianidad visible urbana, existen también los nadadores que se especializan en abanicos de distancias similares a las del correr.
La imaginación humana ha creado las tecnologías que evidentemente nos separan de las demás especies. A través de ellas, las capacidades de la locomoción humana se han extendido formidable y exponencialmente. Se estima que los humanos comenzaron a domesticar animales hace unos 8000 años, algunos de los cuales se comenzaron a usar para el transporte. Pero por millones de años previos, tanto a la era tecnológica —que incluye recientemente a la aviación— como a la de la domesticación de animales, la locomoción humana consistía principalmente en caminar, y correr era el desafío más rápido. Desde esas épocas, miríadas migraciones humanas pedestres han ocurrido de variadas poblaciones y distancias. Mientras que las migraciones pedestres fueron cruciales en el albor de la humanidad, estas comenzaron a hacerse más eficientes con la aparición de los animales domésticos y la tecnología.
El ser humano es peculiar por su capacidad de autosuperarse concienzuda y calculadamente. Quizá paradójicamente, el mismo ser humano acuñó la palabra “sobrehumano”. Los deportistas de más alto rendimiento comienzan a desarrollar sus habilidades desde niños; los que realizan entrenamientos cotidianos paulatinamente más y más difíciles, a través de décadas, son los que suben a los podios. Todos los aficionados serios del correr comentan sobre la posibilidad que la maratón de 42 km se logre correr pronto por debajo de las 2 horas, algo que ni se consideraba hace unas pocas décadas. En 1983, el aventurero británico George Meegan (1952-2024) caminó por 2426 días desde la punta de la Patagonia hasta la de Alaska, así cubriendo un trecho de 30.608 km que sería el largo del continente americano. Dentro los muchos logros que ostenta el ultramaratonismo, el lituano Aleksandr Sorokin registró en 2022 uno de sus récords mundiales al correr 319 km en 24 horas. Otro caso excepcional ocurre en una ancestral secta budista japonesa, donde un puñado de adeptos hace el voto de completar 1000 maratones alrededor del Monte Hiei (en Kioto) en un correspondiente número de días. En su etapa más estricta, estos monjes recorren 84 km por día durante 100 días. (Aunque se los conoce como maratonianos —confundiéndolos con el “running”— la gran parte de las distancias las hacen caminando, con los días impregnados de meditación y contemplación.). Hay innumerables otros ejemplos de resistencia pedestre “sobrehumana”, como las maratones de varios días a través de desiertos tropicales y esfuerzos análogos cerca los helados polos.
Los logros de los nadadores también causan estupor. Un ejemplo es el del ultramaratonista británico Ross Edgley, quien en 2024 nadó sin detenerse a lo largo del río Yukón (en Canadá) por 62 horas para marcar su récord de 510 km. En el ciclismo —la locomoción individual con ayuda tecnológica más popular—, el estándar para registrar una circunnavegación alrededor del mundo es que la distancia recorrida supere la línea del ecuador; en 2017, el escocés Mark Beaumont lo hizo en 78 días. ¿Hay límites marcados para la resistencia humana? Mientras que los científicos mantienen que sí, hay sofisticados debates entre ellos sobre si estos límites serán dictaminados por factores corporales o mentales.
Estos y muchos otros seres humanos —¿por qué no también las estrellas del fútbol y los demás deportes?— se han destacado por haber canalizado precozmente su energía natural hacia un horizonte peculiar a través de décadas. Nos indican que hay energías insospechadas latentes en cada individuo. Nos deben llenar de orgullo, motivarnos a vencer a la indolencia y ratificarnos que, entre tantísimas cosas, las pirámides de Egipto fueron construidas por seres humanos, los Países Bajos funcionan a la perfección bajo el nivel del mar, la aviación moderna y los rascacielos existen, y que hubo hombres que efectivamente caminaron sobre la Luna. Innumerables hazañas como estas reflejan la obviedad de que las conquistas de la humanidad son pervasivas y mucho más numerosas que las de la golondrina: de todas las especies, es el hombre quien verdaderamente ha hecho de la Tierra un lugar pequeño. ¡Debemos acostumbrarnos a aceptar el hecho de que una energía tan colosal como la de las golondrinas reside en nosotros! La potencia del ser humano sobresale considerando que, según estimaciones enciclopédicas, cada ser humano pesa alrededor de 2000 veces lo que pesa una golondrina, la cual es, al fin y al cabo, una avecilla. Además, los logros acumulados de la resistencia humana se extienden a través de un lapso de vida bastante más largo que el de la golondrina: la vida promedio de un ser humano es de alrededor de siete décadas, mientras que es de unos 3 o 4 años para la golondrina.
La energía desaforada de las golondrinas en el estado migratorio es por defecto, ya que las aves vuelan natural y espontáneamente. Así mismo, los corredores de fondo se enteran que la mejor eficiencia de carrera aparece de forma inconsciente. El fondista de élite llega a perfeccionar una sincronización inconsciente del cuerpo, de tal forma que los latidos del músculo cardíaco llegan a estar en alguna misteriosa sintonía con los movimientos musculares de las extremidades. Procesos inconscientes similares se logran en ámbitos especializados del caminar y el nadar.
Si se describe y enfatiza una energía natural, algunas líneas sobre la evolución biológica son pertinentes. Dentro de un tema muy extenso y rodeado de controversias, postular que el ser humano evolucionó a través de eones desde otras criaturas naturales, es afirmar que el ser humano surgió de la naturaleza. El hecho de que los hábitos naturistas humanos se confirman una y otra vez por los científicos como óptimos es un contundente apoyo para la teoría de la evolución. Los fondistas africanos de élite son conocidos por pasar meses entrenando intensivamente en ámbitos genuinamente naturales antes de viajar a Europa para marcar sus exquisitos récords mundiales en las pistas. Estrategias similares son comunes en todos los deportes de resistencia. Esto indica que nuestra energía natural, tanto como la de las golondrinas, prospera en la naturaleza.
No se puede sobre dimensionar que este artículo está limitado a ser un pequeño esbozo sobre capacidades físicas. Escribir sobre las ramificaciones de la metáfora de los vuelos incansables del pensamiento e imaginación humanos tomaría mucho tiempo y generaría varios libros repletos de filosofía. En ámbitos del intelecto, los humanos no cesan de pensar, escriben, crean cultura y ciencia: precisamente aquí se encuentran los logros preeminentes de la humanidad. Estos logros son privilegios exclusivos de los escritores, científicos, filósofos, artistas y demás pensadores. No obstante, la utilización en tándem de capacidad intelectual y resistencia física seguramente ha de resultar en empresas grandiosas.
Además, los seres humanos transportan las miríadas de utensilios y aparatos cuya creación y uso inteligente son para muchos los rasgos distintivos de nuestra especie. Y por supuesto, de sus logros más maravillosos. Mientras que la planificación de la violencia y la guerra aparece implícita junto con esos aparatos, los humanistas optimistas seguirán enfatizando que un cuchillo puede servir tanto para matar como para curar. Tristemente, es imposible para el autor no dejar abierto en este párrafo al agrio tema de la guerra: la energía humana nunca ha dejado de extenderse desaforadamente en pos de ella.
¿Fue inconmensurable la resistencia de los navegantes españoles que cruzaron el Atlántico en sus carabelas para fundar Buenos Aires? ¿Cuántos inmigrantes seculares merecen ser considerados, junto con sus itinerantes ambiciones, como auténticos fondistas? ¿Cuántos esfuerzos anónimos urbanos forjados a través de miles de días se pueden comparar con los de los ultramaratonistas? ¿Cuán incansables son los trabajadores que nos alimentan y construyen la ciudad? ¿Qué persona entrada en años no ha quedado estupefacta al meditar sobre el hecho de que su corazón siga latiendo? Hacer el recuento aproximado del número de cuadras que uno ha caminado a través de los años, ¿no es para muchos ciudadanos una operación bloqueada porque el número sería un shock apabullante?
Las golondrinas de Buenos Aires han de reiniciar su cíclico regreso al norte, motivadas por la llegada de algunos días fríos de otoño, tan inadvertidamente como cuando arribaron. La ciudad pronto se ha de enterar de la ausencia de esas estilizadas aves de vientre blanco que disfrutan revoloteando y planeando en lo alto en climas cálidos … para desaparecer con la llegada del frío. Estas aves habrán dejado una impronta en cada corazón ciudadano avisando sobre su potencial latente. De ahí en más, la reminiscencia de las emigradoras debe ser una alerta sobre la interdependencia ecológica planetaria. Y nos daremos cuenta de la irrevocable dependencia natural de las metas más ambiciosas de la humanidad. Esta dependencia es irrevocable porque no solo constituye las bases concretamente físicas de las travesías humanas: las ramificaciones más abstractas también han de florecer desde la salud y longevidad de cada persona. Mientras tanto, seguiremos contemplando a las millones de personas que continuarán, sin cesar, caminando y edificando la ciudad. Los edificios de todo uso e índole; plazas, avenidas y peatonales, fábricas, puertos y aeropuertos… La ciudad seguirá hirviendo de actividad nutrida por el mismo aire que respiran las golondrinas.
Lucas Peluffo es biólogo, escritor y traductor inglés-español radicado en Buenos Aires. Estudiante independiente de meditación y neurociencia. En biología, interesado en relacionar la evolución con la ecología. En meditación y neurociencias, interesado en alcanzar el nuevo paradigma de la neuroplasticidad para curar enfermedades neurológicas.
Foto da Capa: expertoanimal.com
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